La meritocracia sabe a justicia: promete (más no garantiza) una consecuencia positiva por nuestro esfuerzo, pero perpetúa nociones individualistas...
Nos levantamos todos los días con un objetivo. Varía por persona. Pero hay una chispa interna que nos obliga a salir de la cama, trabajar, estudiar, esforzarse. Dentro de nosotros existe un objetivo, una promesa que se nos ha de cumplir.
“Échale ganas” nos repitieron hasta el cansancio desde pequeños. Esfuérzate y lograrás cosas. Es una promesa. No existe la posibilidad de que eso no suceda. Se nos enseña el esfuerzo, la dedicación, la resiliencia y el trabajo incansable como la herramienta para lograr el éxito. O por lo menos, evitar el fracaso.
El esfuerzo te hace una persona digna, merecedora de todo lo bueno. ¿Cómo no ser recompensado si he trabajado tan duro? Parece que algún día será medido por algún ente todopoderoso. Se convertirán en méritos. Un puntaje abstracto que podemos canjear por una recompensa final.
Suena justo - Recompensar a los que se esfuerzan, pagar el trabajo duro, dejar que los méritos hablen. Pero si nos detenemos a hacer un ejercicio personal...
¿Cuáles son los méritos que nos trajeron a donde estamos parados? ¿Con qué vara han sido medidos? ¿Quién es merecedor y quién no?
Existe un término para este sistema: la meritocracia. Seguramente lo has escuchado antes. Del latín merĭtum, valor, mérito o salario y kratos, poder. El poder del mérito.
El término surgió en 1958 gracias a Michael Young y su novela de ficción distópica, “El triunfo de la meritocracia”. En ella Michael planteó un Reino Unido del futuro donde la inteligencia y el mérito tenían peso total, intentando con eso reemplazar la actual división de clases sociales. Irónicamente, creando una nueva élite y clase baja que heredaban su posición a su descendencia. Un sistema “perfecto” donde ambas clases, se convencían de merecer su posición basándose en sus méritos.
La cosa se salió un poco de control desde entonces. Y el término ha ido evolucionando y transformándose en función de quien lo usa, desde la política hasta la literatura. No es complicado encontrar discusiones en internet sobre si criticar el sistema de meritocracia es útil o no. Si me dejo de esforzar ¿estoy siendo mediocre?, si me quejo de mis desventajas ¿soy un resentido? ¿Qué tiene de malo esforzarme y buscar méritos aprovechando las ventajas sociales con las que nací?
Michael Sandel, filósofo y profesor de Derecho en Harvard, explica que la meritocracia es un problema de actitud hacia el éxito:
“La meritocracia lleva a dividir a las personas en ganadores y perdedores. La meritocracia crea arrogancia entre los ganadores y humillación hacia los que se han quedado atrás.”
“Así es el sistema, por naturaleza nadie es igual y hay que vivir con eso.” dicen algunos para cerrar de una vez por todas un tema cargado de política, economía y moral. ¿Tiene sentido hablar de meritocracia en este sistema que parece no tener remedio?
Cuando se habla de fracaso, inevitablemente se habla de éxito, incluso para algunas personas, uno depende del otro. Siguiendo esa dualidad, los que participan en esa dinámica son catalogados como los ganadores o los perdedores. No hay medias tintas, se es una o se es la otra y es un estatus definitivo hasta que no luches por ser lo contrario.
Si antes emitíamos juicios de acuerdo a lo que lográbamos o no, con la meritocracia y la cultura del esfuerzo ahora nos metemos con los procesos y los intentos. Ya fallaste antes de siquiera perder porque no te estás esforzando lo suficiente. Eso sí, el éxito sabe mejor. Ya sea por esfuerzo, privilegios o pura suerte.
Hay que tener cuidado cuando hablamos de méritos por privilegios. Sandel menciona también la división que la meritocracia genera. Los ganadores ven desde arriba a los perdedores, quienes según las justas reglas de la meritocracia, están ahí porque quieren. Este sistema es flexible, no esforzarse es una elección. Y los perdedores ven hacia arriba a los ganadores. Llegaron ahí por el círculo vicioso de la meritocracia selectiva que sólo da herramientas a los que pueden y tienen.
La meritocracia sabe a justicia: promete (más no garantiza) una consecuencia positiva por nuestro esfuerzo, pero perpetúa nociones individualistas y egoístas que dañan nuestra percepción de los demás. Alimenta una obsesión por el merecer o el no merecer. Y nos da la sensación de que podemos aplicar nuestros propios sistemas de valor en los demás sin considerar sus contextos.
¿Y si no ganamos méritos y en realidad nacemos con ellos? Si nuestro color de piel, nacionalidad, género, religión, etc van a definir qué tan válidos y fáciles de conseguir serán nuestros esfuerzos, no creo que debamos seguir hablando de meritocracias. Deberíamos dejar de hablar de meritocracia para hablar de privilegios y conciencia de clase.
Según un estudio, las personas se muestran más generosas, tolerantes y dispuestas a compartir cuando una recompensa se obtiene por “suerte”, versus cuando se obtenía la misma recompensa gracias a que “se lo habían ganado” o se esforzaron. ¿Será que la meritocracia nos da el derecho a no compartir oportunidades?
Deberíamos dejar de hablar de meritocracia, dejar puertas abiertas, alentar a otros a que las crucen, compartir la llave de las que se encuentran cerradas y dar la bienvenida a quien las quiera cruzar.
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Editado por
Santiago da Silva
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